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La vida un sábado

  • Juan Román
  • 28 jun 2015
  • 4 Min. de lectura

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No he vuelto a escribir, no siempre resulta fácil. No es que uno tome la máquina, se diga a sí mismo “hoy voy a escribir la mejor historia, la obra maestra” y que con eso sea suficiente para hacerlo realidad. De ningún modo me estoy justificando; hoy no puedo escribir, ya me lo he repetido para mis adentros incontables veces, y lo tengo claro a fuerza de repetirlo. Hay en el ambiente una sensación de pasiva cotidianidad; es como si hoy fuera un típico lunes que vino después de cualquier domingo.

No siempre es así, este mismo sábado tenía ganas de escribir… porque era un sábado, no uno cualquiera, este era como esos sábados que tanto se han repetido en mi vida, que a fuerza de ser cotidianos, tienen algo de extraordinario. Las mañanas son frescas, pintadas por la luminosidad del sol que brilla pero no calienta; ese resplandor hace que la ciudad, cualquiera que esta sea, parezca una ciudad montañosa, o simplemente que donde se esta ya es invierno.

A la sombra hace frio; y se percibe en el aire matutino la algarabía de toda la gente, o por lo menos de la gente que veo en mis sábados. Gente ansiosa de vivir y de comerse el sábado, dispuesta a la aventura a que la vida fluya y entonces suceda; los perros anuncian que es sábado, porque son distintos esos días: no son los perros del domingo o los del lunes. Aunque de algún modo echo de menos a la gente y a los perros de los jueves, no es lo mismo; los sábados por la mañana por lo menos en mis días, hay un mundo al que vale la pena de vez en cuando visitar.

En casa mi madre, desde temprano prepara un rico desayuno que por su naturaleza sencilla y a la par elaborada, invita rigurosamente a ser disfrutado. No es como esos desayunos entre semana, que nos dicen: ve aprisa ¡se voraz y no repares en nada! porque la vida no se detiene; que no invitan a quedarse a tomarse el tiempo, aunque la vida se nos valla en ello.

El desayuno en casa de mi madre, es distinto simplemente, tampoco es hermano de los desayunos del domingo, que antes no recuerdo, pero que hoy se llenan de tristeza, me recuerdan que en pocas horas será lunes y que con esos lunes llega el rio de la semana. Las oficinas, las escuelas, los trabajos; archivar cientos de papeles, realizar incontables filas, trámites carentes de sentido; por mucho que se ame la escuela o el trabajo, en el fondo echo de menos esos sábados y sus mañanas fuera de la realidad.

Creo que es por eso que desde el viernes se piensa que se está en un día más allá de lo normal, porque se presienten desde allí las mañanas de los sábados; y no es necesariamente que el viernes represente la felicidad total en su aspecto libertador o de postergado fin al que de una buena vez se ha llegado. La gente es feliz los viernes por que son el preludio de los sábados.

Hace muchos días que vivo solo, sólo en lunes. Una vez que me cansé de tanto sábado, que los desayunos de mi madre me despidieron con nostalgia; al otro día fue lunes y ese sábado se convirtió en domingo, ya no existen los sábados de antes se fueron con los días que se vistieron de adultos, de problemas. Los de ahora se parecen a cualquier día, un martes por ejemplo. Por eso ya yo quiero escribir, porque escribía los sábados, fuera de las presiones y las prisiones escolares, ávido de vivir en pleno ese día que se quedó en la casa; cuando la comida era más rica, y un café nos duraba media tarde.

Siempre había de que hablar en un sábado, uno se impresionaba con sólo ver cómo ha crecido la bugambilia; o la maravilla del pelo largo de mi madre, atravesado por el peine para después tejerse perfectamente en una trenza. Las flores de las orquídeas eran el milagro más grandioso y ver al gato dominar el reino del jardín, fue como haber ido al África en una sola tarde. Por eso siempre supe que las tardes de los sábados son mágicas. Viajábamos a todas partes, un tigre y yo un gato y Riquelme; un estanque de agua, un charco, podían ser mar en el caribe, los veranos, o los polos en el invierno. El jardín fue montaña, la selva y los desiertos. Fui Maradona o Zidane, jugué para Argentina y para Francia, antes y después de ser Azul y Bostero, siempre en las tardes de los sábados. Con tierra en las rodillas y una pelota vieja entre los brazos. Volvía de Francia, salía de la Bombonera y me metía a la casa. Y fui feliz, porque al entrar en casa una mujer me sonreía, me daba su amor en forma de un café y la vida en una tarde.

Las cenas de los sábados, también fueron especiales. Siempre llenas de una paz que encanta, sin ningún pesar lacerando el alma. Ahora que eso se acabó, sé que fui feliz por lo menos una vez a la semana. Estos días lunes siempre fueron los peores. Sólo sé que no terminan y hacen que me olvide, que existe en algún sitio un lugar tan placido, donde un niño se imagina que las orquídeas de su madre son hadas vueltas flor, que en la noche mientras duerme el mundo, levantan su vuelo y recorren todos los jardines, buscando soñadores a quienes entregar las ilusiones que nos llegan en la mejor de nuestras noches.


 
 
 

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